La reunión acaba de empezar: en la sala, personas de distintos rangos y departamentos. Es posible que ni siquiera estén sentados: alguien escribe en una pared, alguien pega en otra unos post-it de colores. Quince minutos después, el equipo ha alineado las prioridades, tomado varias decisiones, encontrado la manera de desbloquear algunos problemas y la reunión ha finalizado. Ha sido una reunión ‘agile’: mañana, el mismo equipo repetirá el esquema.
Productividad y eficiencia son los principales objetivos de esta metodología en boga para proyectos colaborativos. Agile (en castellano ‘ágil’) no es una cultura de trabajo nueva (de hecho, se desarrolló hace más de una década) pero ha ganado adeptos en los últimos años impulsada por los procesos de digitalización de las grandes empresas; de hecho, muchas multinacionales ya han implantado la metodología ágil como estándar de trabajo.
Como no es difícil de adivinar, el nombre invoca al dinamismo ya que uno de sus principales objetivos es conseguir poner en el mercado soluciones y productos rápidamente. Después, se comprueba su eficacia, se aprende y se mejora. Su origen lo encontramos en la industria del software estadounidense.
Qué he hecho, qué voy a hacer, qué me bloquea
El proyecto se divide en pequeñas tareas (se denominan sprints, otro concepto que evoca velocidad) que se desarrollan en un plazo de entre dos semanas y dos meses. Los equipos están formados por profesionales de distintos perfiles que se denominan tribus, lo que ayuda a que el trabajo sea más cercano: los departamentos reciben feedback recíproco de forma continua y los flujos de comunicación rompen, de forma natural, con formalidades que dilatan procedimientos.
En esta metodologíael cliente es el foco y el plan está, por supuesto, abierto a cambios: cualquier modificación sobre la hoja de ruta inicial puede realizarse de forma rápida y efectiva. Es importante confiar en la valía y en los conocimientos de los miembros del equipo y asegurarse de que estén lo suficientemente motivados y tengan a su disposición todo aquello que necesiten para poder centrarse en sus avances.
La metodología no es perfecta, pero la experiencia parece corroborar que los beneficios superan con creces a los inconvenientes para aquellos proyectos que exigen dar respuesta a una demanda con celeridad: más calidad, compromiso, productividad y, por supuesto, acortamiento drástico de los plazos. Las reuniones son diarias y el orden del día es más que sencillo: en cada encuentro, cada miembro del equipo expone sólo tres cosas: tareas realizadas, próximos pasos e impedimentos encontrados durante el proceso, si existiesen. En ese caso, se busca la manera de desbloquearlos.
Espacios flexibles: el fin del puesto de trabajo asignado
Las oficinas tradicionales (despachos, cubículos, salas de reuniones con mesas enormes…) no componen un buen entorno para implantar la metodología agile con efectividad. En agile, tienen más importancia las paredes que los asientos. Vinilos, pizarras, post-it o la propia pared sirven para recoger las ideas y allí estarán cuando haya que revisarlas en cualquier ocasión. Conviene, por tanto, que cada tribu pueda disponer en exclusiva de un espacio y que sea el mismo equipo el que lo diseñe y adapte a sus necesidades.
Con esa premisa, no resulta sencillo definir unas reglas claras sobre cómo debe ser una oficina ágil, pero no es difícil deducir algunos principios comunes.
El fin del puesto de trabajo asignado
Las oficinas ágiles deben ser funcionales, frescas y motivadoras (¡están llamadas a ser el caldo de cultivo de excelentes ideas!). Lo ideal, es que sean, además, flexibles (lo de tener el puesto de trabajo “en propiedad” parece tener los días contados) y que el trabajador pueda acomodarse aquí o allí según sus necesidades.
Las compañías que trabajan con metodologías agile deben dotarse de distintos espacios para distintos momentos. Nada de salas de reuniones con alta demanda, complicados sistemas de reserva o listas de espera. Además, los recursos que puede necesitar un trabajador (desde las impresoras al material de oficina), deben ser fácilmente accesibles (físicamente y sin burocracia interna). Así, un espacio agile contaría con:
- Espacios abiertos para el trabajo colaborativo (open spaces).
- Salas para las reuniones de equipo.
- Espacios apartados en los que sea posible concentrarse o trabajar proyectos confidenciales a prueba de interrupciones (y otros diferentes, en consecuencia, para atender llamadas telefónicas).
- Espacios inspiraciones.
- Espacios dedicados al descanso y a la desconexión, que también pueden utilizarse para las reuniones más informales.
Implantar la metodología agile, desde este punto de vista, no parece mala idea: los espacios de este tipo son mayoritariamente minimalistas así que no necesitan de grandes desembolsos. El diseño de la oficina, además, se ha revelado como un factor de captación de talento (¿quién no quiere trabajar en un entorno estimulante y en una empresa que se preocupa en adaptarse a sus necesidades?). Y ahí no terminan los beneficios: la no asignación de puesto de trabajo aumenta en un porcentaje que ronda el 20% la capacidad de una oficina, con el consiguiente ahorro en los costes empresariales que supone el potencial aumento de ocupación.
Pero conseguir hacerlo de forma efectiva implica un cambio paralelo en la cultura organizativa y de trabajo…
Una tarea tan fructífera como ardua cuya complejidad va más allá de la ejecución de una reforma.