¿Cómo es que cada año entre tres y cuatro millones de turistas terminan viajando a la Costa de la Luz? Primer motivo (evidente): llegan buscando luz. Y con razón, porque aquí el sol toma por asalto la costas y las almas para llenarlas de calor y de muchas ganas de disfrutar de la vida. Y claro, en estos tiempos de redes sociales donde todo se dice y todo se sabe, la gente se entera y viene. Segundo motivo: el sabor de lo auténtico en cada uno de los rincones de su pueblos. Y lo del sabor también va, claro, por la gloria bendita de sus gambas, sus coquinas y las frituras buenas. ¿Cómo no tomar algo en La Boccana de Isla Cristina o en Las Dunas de Mazagón? “¡Una de chocos, tres de pijotas y tres pringaítas…”. Sonidos tan familiares y acogedores como el continuo rumor del mar. Y aún hay otra razón que atrae a tanto turista y que hace sentirse privilegiada a su gente. Un tesoro a la vista de todos, pulido con arena fina a los pies de bosques de pinares que miran al mar. Los vecinos del Rompío, Mazagón, Ayamonte, la Rábida o cualquiera de las localidades de esa costa de luz presumen de tener las mejores playas de Europa. Y no se lo vamos a negar. Además, sería difícil contradecirles cuando casi se podría recorrer descalzo sobre una espectacular alfombra arenosa el centenar de kilómetros que separan la desembocadura del río Guadiana, en la frontera con Portugal, con la del Guadalquivir, allí donde empieza la provincia de Cádiz. Quizá ese sea el verdadero tesoro colombino: “Teniendo estas playas al lado de sus tres Carabelas, no sé para qué Colón se quiso marchar al Caribe”, dice con gracia Teresa, que ha heredado de su familia una casita en Mazagón a la que se escapa en cuanto se lo permite su vida en Madrid.
Una costa conocida y otra por descubrir
Teresa divide las playas de Huelva entre las “conocidas y las que están por descubrir”. A las primeras acude la mayor parte del turismo, pobladas de hoteles y zonas residenciales. Pero nada de agobios. Aquí hay playa de sobra para todos.Eso sí, el espíritu de sus viajeros tiene más que ver con la tranquilidad que con el bullicio, más con el paseo y la lectura que con el chiringuito. “Son zonas con mucha vida, pero una vida ‘habitable’ –explica Teresa–. Lo que quiero decir es que esto para nada se parece a otros sitios donde hay que pelearse por poner la sombrilla o por comer en un lugar que esté bien. Las playas son tan largas y anchas que siempre hay espacio suficiente, y la oferta de comida es como para hacer caer en la tentación al más fanático de las dietas”. Estas playas, que son un reclamo para buena parte de la gente sevillana, van desde Ayamonte y Mazagón: Isla Canela, Isla Cristina, Islantilla, Lepe, Punta Umbría… Más allá, hacia el Levante, empieza el paraíso por descubrir: 40 kilómetros de dunas y barras arenosas flanqueadas por pinos centenarios, cañaverales y marismas… (en serio, ¿quién necesita el Caribe?). “Esa zona es todavía más espectacular. Puedes caminar durante horas sin ver a nadie, sintiendo la arena finísima y el mar bañándote los pies. Y digo caminar porque en cuanto pasas Matalascañas, entras en el Parque Nacional de Doñana y allí no tienes otra forma de llegar que no sea a pie”, explica Teresa. Naturaleza virgen en tierra… y en el mar. Los onubenses cuidan de su costa como si fuera su casa. De hecho lo es: aguas limpias y playas impolutas. No es de extrañar que cada año los inspectores de la Unión Europea las llenen de banderas azules. Un tesoro de color azul intenso… “Sí, claro que las playas son nuestro tesoro, pero que nadie olvide el jamón –ríe Teresa–. Ni tampoco sus gentes, que saben acoger a todos los que llegan para pasar un tiempo o para quedarse”. Y son muchos los que se quedan o, al menos, los que desearían tener una segunda vivienda frente a ese mar lleno de luz, para que disfrutar de los atardeceres sobre sus dunas se convierta en la mejor de las rutinas.
Imagen «Playas impresionantes» @David Prieto, distribuida con licencia Creative Commons BY-2.o