Quizá hayáis oído alguna vez estos versos de Rafael Peralta:
Ay, Marismas de Doñana,
donde me gusta vivir,
despertar por la mañana
entre almajos y bayuncos,
dunas y Guadalquivir
Un grupo de amigos de Sevilla decidimos que eso que se cuenta en verso, había que vivirlo en primera persona. Que la naturaleza nos entrara por los ojos y por la piel. Nada de coches. Eco-transporte desde el principio: en velero (suerte de tener colegas bien equipados) desde la capital hasta Sanlúcar de Barrameda, donde el río se mezcla con el Atlántico no sin antes acariciar las riberas gaditanas del Parque Nacional de Doñana, nuestro destino.
Salimos al alba para completar la navegación antes de comer. El paisaje te deja sin habla cuando dejas Coria del Río y el entorno empieza a llenarse de marismas y arrozales. ¡Ni el valle del Loira ni el del Nilo! A mí dame el Guadalquivir…
Las marismas se convierten poco a poco en un manto verde que acoge cada vez más colonias de aves, que disfrutan ya de una primavera que se huele en el aire. Además, el paisaje se siente más intensamente en silencio, solo con el rumor del viento en las velas.
Los caballos nos esperan en el embarcadero donde tenemos previsto atracar el barco. ¿No había mencionado lo de los caballos? Es que la experiencia tenía que ser única, así que decidimos recorrer Doñana en montura. Mariano es nuestro guía. Él se conoce esto como la palma de su mano. “Soy de Palos de la Frontera y estudié ciencias ambientales porque desde pequeño este parque me ha parecido uno de los lugares más especiales del mundo –nos cuenta–. Casi no salgo de aquí, pero es que no quiero salir”.
Los caballos nos llevan entre alcornoques, adelfas, brezos y eneas. Parece que se saben el camino. Mejor, porque nosotros de jinetes tenemos poco. “Estos son caballos marismeños, pero los más bonitos son los de las retuertas, originarios de esta tierra y la raza más antigua de Europa”, continúa Mariano.
Vamos a recorrer el Pinar de la Algaida y las Marismas de Bonanza. Solo un pedacito de Doñana, porque no hay tiempo para más. Al menos en este viaje. Es que esto es inmenso, más grande que Luxemburgo(la dimensión de Doñana es de 2.900 km² mientras que Luxemburgo tiene 2.586 km²). Sí, más grande que un país y con más riqueza natural que muchos otros.
He apuntado los datos que nos da el guía: 21 especies de reptiles, 11 de anfibios, 20 de peces de agua dulce, 37 de mamíferos no marinos (entre ellos el lince ibérico, del que soñamos ver algún ejemplar), 900 especies de plantas y 365 especies de aves, con medio millón de ejemplares que llegan para pasar el invierno.
“¡Dios mío, si parece que todas están aquí!”. No puedo evitar el comentario cuando llegamos a la marisma, después de atravesar un bosque de pinos que nos ha protegido de un sol de marzo que nos ha dejado en camiseta. “Esto no es nada –aclara Mariano–. Muchas ya comienzan a regresar al norte. Lo que ves es una pequeña colonia de flamencos y avocetas”. Pues vaya con la ‘pequeña colonia’… ¡Qué espectáculo!
“¿Y lo que se oye a lo lejos es el mar?”, pregunta uno de mis amigos. Lo es. Pero no a lo lejos. Al ladito. Unos minutos más y nos plantamos en una playa virgen de dunas voluptuosas y arena tan fina como la que calcula el tiempo en un reloj de arena. Nos bajamos de la montura, nos quitamos los zapatos y la sentimos en los pies, mientras el sol del atardecer envuelve la costa de tonos naranjas. La imagen podría ilustrar un folleto turístico de los mares del sur.
“No me quiero ir”, digo mirando al horizonte. “Pues no te pongas romántico que he reservado mesa para cenar en Sanlúcar”. “¿En Casa Balbino?” “Claro”, me responde uno de los amigos. Bueno, es un consuelo abandonar Doñana si te espera una tortilla de camarones que, como el parque, también debería ser Patrimonio de la Humanidad.
Imagen destacada @Paco Gomez, distribuida con licencia Creative Commons By-2.0