El vino marca la identidad de las regiones vitivinícolas de España

Equipo de Redaccion

Para conocer un país hay que probar su pan y beber su vino. Afirmación que llevada a su extremo podría resumirse en que la historia de la humanidad no es otra que la evolución y relación del hombre con la vid. Sin llegar a esos extremos, pocos dudarían de que lo que fuimos y lo que somos tiene mucho que ver con la capacidad transformadora de la cultura del vino a lo largo de los siglos.

Compartir una copa, hablar sobre variedades de uva o visitar bodegas, es considerado por muchos una de las máximas expresiones del buen gusto, marca de un estilo de vida.

En países con fuertes raíces vitivinícolas como Francia, Italia y, ¡cómo no!, España, se vuelve a poner de actualidad esa relación del hombre con el vino. Una realidad que nunca se perdió en un país con casi 960.000 hectáreas de viñedos (datos del Ministerio de Agricultura), y es que el vino ha marcado la evolución de muchas de las regiones de España.

Ha influido especialmente en los 61 consejos reguladores que, según la Confederación Española de Consejos Reguladores Vitivinícolas, existen en España. Regiones agrícolas que han encontrado en la vid una seña de identidad que ha puesto en valor su ‘terroir’su identidad- manteniendo la vinculación con sus gentes y potenciando su cultura autóctona. La brotación de la vid, su floración y maduración, o la vendimia condicionan el día a día.

Expresión de diversidad

 El vino también expresa la diversidad de las tierras peninsulares. Nuestro país produce una variedad de especialidades de difícil comparación fuera de la vieja Europa, lo cual también convierte al vino en una señal de individualidad. Por esto, hay que destacar el gran acierto que España tuvo al defender el nombre geográfico como marca de su producción.

Basta con echar una mirada a las tres regiones históricas bodegueras de referencia para contemplar su riqueza. Las culturas del Cava, La Rioja y Jerez además de tener en común esta tradición, muestran la riqueza de la singularidad y de los mitos que quedaron presos en la maraña de la cepa con el trascurrir de los siglos. A partir de ellas se construyeron sus fiestas mayores y su folclor, tantas veces unido a los mágicos momentos de la producción del vino.

 

La economía del vino

Si bien hoy vive un momento dulce, el vino siempre marcó la evolución económica de las regiones vitivinícolas. Buena muestra de ello es Codorníu: la empresa española más longeva que ha estado en activo desde 1551. Osborne (1772), Marqués de Murrieta (1852) o Marqués de Riscal (1558) también dan constancia de la solidez que la producción del vino otorgó a estas sagas centenarias y de la profunda vinculación con su tierra.

Las bodegas ponían en el mapa europeo a las localidades que las albergaban, en una actividad de exportación pionera que tuvo uno de sus hitos en el embotellado del vino a partir del siglo XIX, siendo La Rioja la primera. Al calor de estas vías de venta se tejían redes de servicios, posadas, herrerías, cesterías o colmados, que han mantenido una interesante estructura económica en localidades alejadas de los grandes centros comerciales.

 

Enoturismo, nueva pepita de oro

Quizá la muestra más visible de la evolución en esta actividad económica es el turismo enológico. Más de 2,7 millones de visitantes recibieron en 2016 las llamadas rutas del vino que se agrupan en Acevín (Asociación Española de Ciudades del Vino), con un impacto económico que supera los 54 millones de euros. Se trata además de un sector que cada vez sofistica más sus propuestas. La arquitectura del vino tiene en España cumbres firmadas por autores de renombre internacional: Norman Foster (Portia, en Ribera del Duero), Calatrava (Ysios, en Rioja Alavesa), Zaha Hadid (Viña Tondonia) y Frank Gehry (Marqués de Riscal). Las siluetas de estas edificaciones atraen hoy a turistas de todo el mundo hasta sus poblaciones.

El tándem vino-turismo parece haberse convertido en la nueva pepita de oro de la floración de la vid. Balnearios con vinoterapia, museos del vino, jornadas gastronómicas, cursos de cata y la puesta en valor de las fiestas tradicionales son en estas comarcas motores económicos que ayudan a diversificar su tejido. Con propuestas que no dejan de crecer como el Most celebrado en el Penedés que suma la cultura cinematográfica a la del vino, en un festival que ya va por su sexta edición.

 

Enraizar a la comunidad

Resultaría ingenuo pensar que los campos de vides españoles no sufren el abandono común a tantos paisajes rurales peninsulares. Por poner solo un ejemplo, recientemente se hablaba de la despoblación como problema de Estado, solo en la Castilla rural se ha pasado de cuatro millones de habitantes a poco más de un millón en 60 años, se han cerrado 4.000 escuelas rurales y más de la mitad de la población supera los 65 años en los pueblos de menos de 200 habitantes. Escenario más que preocupante pero que en las comarcas de Toro, Bierzo, Rueda, Cigales, Arlanza o Ribera del Duero, algunas de las áreas vitivinícolas de la extensa meseta norte, tienen en el vino un gran aliado. Y así en otras muchas áreas.

La vid contribuye a que sus gentes echen raíces en las regiones del vino. Ofrece argumentos para frenar su despoblación y atrae a nuevos emprendedores y neorurales en un ciclo revitalizante y prometedor llamado a alimentar la curva demográfica de comarcas como la Ribera Sacra, Monterrei o Ribera del Júcar. Y es así como seguirá condicionando el devenir de esa España, «el bello país del vino y de las canciones», en definición de Goethe.

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